viernes, noviembre 16

Cuento de OTOÑO


LA CASTAÑERA

La castañera acaba de terminar su puesto de castañas. Hace tantos años que acude en noviembre a su esquina para vender castañas que, sin darse cuenta, muy pronto lo tiene todo listo: el saco de las castañas crudas, un rincón para el dinero, el cesto de los boniatos y el fogón con el carbón a punto de encender.
La viejecita es feliz con su trabajo. No comprende porque su familia se empeña en que lo deje.
“¡ No sé por qué tiene que ir!” le dice su hijo mayor. “¡No tiene necesidad de salir con tanto frío y además son muchos años para seguir trabajando!”.
“¡ Quédate en casa, madre!”
“¡ No salgas, abuelita!”, insiste su nieta.
Pero la castañera no se deja convencer. Tiene todavía la cabeza clara, el corazón fuerte y en su puesto de castañas no pasa frío.
¡ No, no se queda en casa aunque los suyos se enfaden!
Cuando ya estaba todo a punto se da cuenta que olvidó las cerillas.
“¿ Cómo encenderé el fuego?”.
Se avergüenza de su descuido y no quiere irse a buscarlas a casa, pues sabe que todos aprovecharán para repetirle que ya no sirve para nada, que es muy vieja, que deje de vender castañas. Y la pobre viejecita empieza a llorar silenciosamente, no sabe que hacer.
El sol, entre tanto, se extraña al ver que la castañera no enciende el fuego.
Se da cuenta de sus lágrimas y comprende lo que le pasa. “¿Cómo podría ayudarla?”.
El buen sol no sabe hacer otra cosa que acercarse a ella procurando darle calor y cariño, ilumina su blanco pelo y acaricia su piel arrugada.
Pero la anciana sigue llorando sin consuelo, con los ojos fijos en el fogón que no puede encender. Sabe que pronto vendrán los clientes y ella no podrá vender las castañas asaditas que calientan las manos y halagan el paladar.
El sol calienta ahora con más fuerza, como demostrando su amistad.
“¡¡ Quiero ayudar a la castañera!!”
Ha notado que el cristal de la ventana que tiene el puesto de castañas es grueso y puede servir de lupa. Con buena voluntad, lleno de esperanza, el sol se acerca un poco más a ella hasta que lo encendió.
La pobre viejecita llora de alegría dándole las gracias al sol. Ya, por fin, podría asar las castañas.
Al cabo de un rato empezaron a llegar los clientes para comprarle sus castañas.
Los clientes, impresionados, le decían que qué le había hecho a esas castañas que sabían mucho mejor que antes, y la viejecita, mirando agradecida al sol, les decía que no sabía que había pasado.
De pronto llegaron sus hijos y nietos y al verle así de contenta y de orgullosa de sí misma le dijeron que si eso era lo que quería hacer que ellos le apoyarían y le ayudarían.
La abuela, sorprendida, no se lo podía creer, mientras su nieto más pequeño le abrazaba dándole ánimo y felicitándole.
Para la abuela ese fue su mejor día.


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